De una fabulosa ciudad llamada La Habana

9 Mar

La Habana. Foto: Alam Ramírez Zelaya.:

«Ilustre Señor Cabildo, Justicia y regimiento de la muy noble y muy leal ciudad de San Cristóbal de la Habana. En un rudo embrión o mal formado bosquejo ofrezco a la grandeza de V. S. una breve descripción de esta nobilísima ciudad, incultamente adornada de las pocas noticias que he podido adquirir de su primitivo establecimiento, y de las honrosas causas y circunstancias que contribuyeron desde sus principios para que, aventajando en sus progresos a las demás de la isla, llegase a ser hoy tan célebre entre las más famosas de este nuevo mundo.»

Con tales loas a la ciudad declarada el 8 de octubre de 1607 y mediante Real Cédula; Capital de Cuba, comienza el criollo y oligarca, habanero José Martín Felix de Arrate (1701-1765) su obra:»Llave del Nuevo Mundo, Antemural de las Indias Occidentales». La impresión original del estudio, terminado poco antes de la toma de la Habana por los ingleses en 1761, contó con el auspicio de la Sociedad Económica de Amigos del País.

El trabajo lleva por nombre el título otorgado, el 20 de Octubre 1592, cuando se le reconoció la condición de ciudad, a San Cristóbal de la Habana:»Antemural de las Indias Occidentales» y «Llave del Nuevo Mundo». Cuán grande fue la sorpresa de venirme a topar con esta pieza [edición de La Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana 1964], fundamental de nuestra historiografía, nada más y nada menos que en la biblioteca del Instituto Latinoamericano de la Universidad de Estocolmo. Una vez más aquella sección del centro universitario sueco servía como fuente de avituallamiento informativo para mis artículos sobre esta Isla de nosotros que tanto al mundo apasiona. Fue por la obra de marras y otros textos que allí encontré, que pude escribir mi artículo «La Habana, Una Ciudad de Armas, Comercio y Cultura «, nota que tuvo la suerte de ser publicada, hace algunos años, por el diario El Carabobeño, con buena recepción del público venezolano. Gracias, pues, José Martín Felix de Arrate, por lo que a ti corresponde de su éxito.

La valoración positiva que hago de «Llave del Nuevo Mundo» y la importancia de su autor está lejos de ser una apreciación meramente personal. El Maestro Manuel Moreno Fraginals, en su magnífica y última obra: «Cuba España/ España Cuba/ Historia común» refiérase a José Martín Félix de Arrate con las siguientes palabras:

«En 1761, José Martín Feliz de Arrate y Acosta dejó una obra excepcional que usa la historia para hilvanar un discurso político de disyunción y articulación a España (disconformidad y admisión) que expresaba plenamente la cultura cautiva criolla de la época. Se inició así una historiografía cubana que durante la etapa colonial dejó muy pocos libros fundamentales de historia escrito por nativos».

Esta referencia, al autor y al libro que nos ocupa, aparece en el prólogo de la obra de Manuel Moreno; página 11, de la edición Grijalbo Mondadori, Barcelona 1995, pero no es la única; a José Martín Félix de Arrate y Acosta, Moreno Fraginals le menciona, además, en las páginas: 120,121,122-127,133, 150, 153,166,191, 220; mientras que su libro «Llave del Nuevo Mundo, Antemural de las Indias Occidentales» es nombrado por el fallecido historiador cubano en las páginas 122-123,125-126. 133, 166, de la misma edición.

La Habana, como ya he dicho, tuvo su primera población en la costa sur de Cuba. Se trasplantó después al puerto de Carenas, en el norte, alrededor del año 1519. Este puerto, que terminó llamándose «de la Habana», es quizás el punto estratégico mejor situado y más apetecido (por españoles, ingleses, norteamericanos, rusos y hasta cubanos) con que cuenta la isla. Uno de sus primeros historiadores, José Martín Félix de Arrate, recoge la siguiente descripción del puerto de la Habana en su libro Llave del Nuevo Mundo:

«…está en la costa del Norte, opuesto a los cayos y tierra firme de la Florida con intervalo de veinticinco leguas, por la cual sigue al Norte el canal de Bahamas que llaman nuevo; su boca mira al mismo Septentrión, y es tan estrecha que desde el castillo del Morro a la fortaleza de la Punta se comunica por la voz. La profundidad de su canal es suficiente para sufrir los navíos de mayor porte. Corre su ensenada de Norte a Sur y de Este hace un recodo al Oeste que vuelve al mismo Norte, dejando como un istmo de media legua ente la margen del Sur y costa septentrional, por donde se continua la población con su continente.»

Por su ubicación, sirvió la Habana de punto de partida a los europeizadores de vastas regiones de Norte, Centro y Sudamérica. Entre las nuevas tierras exploradas podríamos citar, como ejemplo, la Florida, vinculada genéticamente con la capital de Cuba por expediciones colonizadoras y guerras de conquista. Con propiedad, diremos que la Florida se «habanizó» siglos antes de que una inmensa y emprendedora comunidad cubana se establecieran en ella, rebautizando calles y negocios con nombres traídos de la patria.

Pero como veremos más adelante con el caso de Jacques de Sores, La Habana sólo se dedicó a echar a los mares conquistadores. También debió defenderse de ellos, pues su riqueza despertó siempre la codicia de corsarios y piratas. La consecuencia inmediata del ataque del francés fue que, desde entonces, no se designaran civiles, sino hombres de armas para gobernar la Isla. Maldita sea la tradición.

Pero no van lejos los de alante si los de atrás corren bien, los habaneros, criollos y españoles, tuvieron oportunidad para el desquite. Un siglo después, cuando Inglaterra y Francia contaban con sus propias colonias en el Caribe, les tocó a estas sufrir las correrías de corsarios cubanos. Ellos asaltaron las posesiones de Isla Tortuga, Haití, Lukayas, Bahamas, y no satisfechos con esto, dieron también buena cuenta de los barcos de la bahía de Charlestón en Norteamérica.

A Francisco Dávila Orejón, quien gobernó Cuba entre 1664 y 1670 deben los habaneros no sólo el inicio de la fortificación de su ciudad sin esperar órdenes reales, sino también la concesión de licencias de corso a los corsarios cubanos que desde antes combatían la piratería. Algunos corsarios y piratas cubanos alcanzaron buena fama en aquella época, como fue el caso del mulato habanero Diego Martín, un esclavo refugiado en un barco pirata holandés, quien llegaría a ser capitán de piratas, casóse con una holandesa y combatiría a España toda su vida. Otros famosos fueron el también sancristobaleño Agustín Alvarezo, el primero en obtener la patente de corzo y que terminaría sus aventurar ahorcado en Jamaica, los hermanos Juan y Blas Miguel así como Mateo Guarín quienes desarrollaron sus actividades corsarias en la segunda mitad del siglo XVII, unas veces con la anuencia de las autoridades otras veces perseguidos por ellas incómodas por las actividades contrabandistas a las que el corzo solía asociarse. De todas estas figuras debe destacarse quienes se convertirían en una verdadera pesadilla para los ingleses, apresándoles sus barcos al mando de las llamadas “piraguas” habaneras, Luis Vicente Velazco, muerto como un héroe en la defensa del Morro.

En cierto sentido el fenómeno de la piratería favoreció el progreso de Cuba, y en especial de la Habana. España obligaba a sus colonias a comerciar solamente con el puerto de Sevilla donde se encontraba la llamada Casa de Contratación. Para evitar que los buques encargados de este intercambio fuesen atacados, la Corona dispuso que navegaran en flotas, protegidos por naves de guerra. La selección del puerto de la Habana, en 1564, como punto de reunión de las escuadras que regresaban a España, significó una enorme ventaja para la ciudad. La Habana era visitada cada año por gran número de barcos, cuyos «turistas», teniendo que esperar la partida, bajaban a tierra por hospedaje, alimento y bebida. En La Habana se consumía mucha carne, frutos y vegetales. Pese a los niveles de prohibición mercantil aún vigentes, en la Habana de entonces, se hacían buenos negocios: se gastaban los salarios de marineros y soldados, se creaban empleos (como las obras de acueductos para satisfacer las necesidades de los pasajeros), en definitiva, corría el dinero y, reconozcámoslo también, el vicio. Se jugaba, se bebía, se peleaba, entre diversos motivos; porque personas de mal vivir, enviadas a España, aprovechaban la ocasión para escapar y hacer «de las suyas» en la isla. Aquí aparecen las primeras «jineteras» (como le llaman actualmente los cubanos las prostitutas que negocian con extranjeros) de nuestra historia. Por lo general esclavas o libertas que ofrecían sus favores a los pasajeros, y que, por los avisos que aún se conservan, parecen haber sido muy aficionadas a hurtarles las ropas a sus amantes ocasionales.

La persistencia de confrontaciones bélicas entre España, Francia, Inglaterra y Holanda obligó a fortificar la isla. La Habana resultó una de las villas más favorecidas, con dicha política. El beneficio se manifestó más en el plano financiero que en el estratégico militar. La construcción de fortalezas y murallas en la ciudad, desencadenó una intensa actividad económica. Sin embargo los castillos edificados a la entrada, y en torno de la bahía de no fueron capaces de impedir la toma de nuestra capital por los ingleses en la segunda mitad del siglo XVIII.
Para el año 1762 era la Habana una de las ciudades más ricas de América y con mayor población que Nueva York, Filadelfia y Boston. Inglaterra, entonces en guerra contra España, organizó una gigantesca expedición para tomar la capital de la colonia de Cuba.

Los ingleses desembarcaron por las hoy popularísimas, playas de Bacuranao y Cojimar. En lo que menos piensan los adolescentes bañistas que allí suelen matar el tiempo, es que están soleándose sobre arenas hoyadas, más de 200 año atrás, por miles «casacas-rojas», quienes por la vía de las armas imprimieron un giro radical al destino de la ciudad habanera.

Los británicos dividieron sus fuerzas, enviando un contingente a tomar la villa de Guanabacoa, y otro contra la fortaleza de la Cabaña. Ambas posiciones fueron rápidamente ocupadas.
Desde la Cabaña, los ingleses enfilaron la artillería sobre el célebre castillo del Morro (quien lo ve en una postal no imagina cuanta metralla recibió). El Morro fue cañoneado doblemente, desde tierra por la fortaleza tomada, y desde el mar por la escuadra británica. La defensa del Morro ha sido una de las más heroicas en la historia militar de Cuba. El castillo resistió valerosamente durante un mes, tiempo suficiente para que los ingleses cavaran, astutamente, un túnel desde la Cabaña hasta sus murallas. Allí hicieron estallar una mina, volando un trozo de pared. Sólo así pudieron penetrar los atacantes. Como los británicos eran muy superiores en armas y hombre lograron vencer a los defensores. Los españoles estaban allí dirigidos por el ya mencionado capitán Luis Vicente Velasco; oficial que quedó mortalmente herido, su heroicidad fue reconocida con descargas de honor realizadas por los propios ingleses.

Mientras la principal fortaleza defensora de la ciudad, el Morro, sufría tamaño embate, tropas invasoras intentaban envolver la Habana por tierra. Ellas fueron enfrentadas por las guerrillas de los criollos lideradas, en un primer momento, por José Antonio Gómez (Pepe Antonio) ex alcalde de Guanabacoa. Pepe Antonio fue otro héroe de aquella lucha, y su injusta destitución, según muchos creen, le hizo morir de apoplejía.

Los ingleses realizaron un segundo desembarco, pero al oeste, por el río Almendares. Por suerte para los sajones, el Almendares de aquella época no estaba tan contaminado como hoy. Para este desembarco fue necesario inutilizar el «romántico» Torreón de la Chorrera. Los soldados británicos se dirigieron hacia la ciudad, atravesando el «Vedado» (entonces solo monte y no un barrio). Acamparon en la loma sobre la que hoy se asienta la Universidad y se prepararon para atacar la pequeña fortaleza de la Punta. Con solo ese castillo, y el de la Fuerza Vieja por tomar, los españoles consideraron inútil cualquier resistencia y rindieron la plaza. La capitulación se firmó el 12 de agosto de 1762; con ella Cuba quedó dividida en dos colonias, una inglesa en su mitad occidental y otra española en su parte oriental.

A diferencia de lo que podría pensarse, aquella ocupación significó un beneficio extraordinario para los criollos. El nuevo gobernador inglés, el Conde Albemarle, se comportó diplomáticamente, no estableció cambios bruscos en la administración civil ni judicial. Se hizo asistir con un habanero, Sebastián Peñalver, al que designó Teniente Gobernador, no persiguió al catolicismo, y lo más importante; estableció un sistema de libertad comercial que nada tenía que ver con el monopolio español sufrido hasta el momento por los vegueros, azucareros y ganaderos criollos. La Habana estableció amplias relaciones comerciales con Jamaica y con las colonias inglesas de Norteamérica. En la Cuba ocupada por los británicos se abarataron las mercancías extranjeras y los productos autóctonos pudieron venderse más caro. El bienestar de los sectores comerciales criollos creció incuestionablemente, si bien esta administración duró solo once meses, los cambios provocados fueron tan radicales, que al retornar las autoridades españolas, estas ya no se atrevieron a resucitar el monopolio de la Real Compañía de Comercio de la Habana.
Valorando el significado de la toma de aquella ciudad por los ingleses, Francisco de Arango y Parreño, patriota, estadista y reformista cubano de quien hablaremos en el próximo capítulo, consideró aquella, como una época de resurrección para la Habana y escribió:

«El trágico suceso de su rendición al inglés, le dio la vida de dos modos: el primero fue con las considerables riquezas, con la gran proporción de negros, utensilios y telas que derramó en solo un año el comercio de la Gran Bretaña; y el segundo, demostrando a nuestra corte la importancia de aquel punto, y llamando sobre él toda la atención y cuidado. Apenas se recobró de las manos enemigas, cuando se comenzaron a trazar los medios de su perpetua conservación en los dominios de España. Esta obra no consistía solamente en el establecimiento de soberbias fortificaciones, ni tampoco en la existencia de soldados y navíos. Era menester población y riquezas permanentes que sufriesen estos gastos y ayudasen a la corona en sus demás urgencias”

Quizás sea este momento de nuestra historia el que mejor deberían estudiar los gobernantes cubanos. Así podrán comprender la alergia que le provoca al habanero el monopolio del estado sobre su actividad económica. Y el despotismo, ya que no quiere renunciar a «ser», podría al menos, sin perder su esencia, intentar ser «ilustrado», como aquel que rigió los destinos de la Habana tras su canje por la Florida a los ingleses.

La Habana de 1763 es una ciudad perteneciente al gran imperio de Carlos III, monarca influido por el iluminismo francés y sin reparos en efectuar cambios progresistas en su reino y sus colonias. Sus reformas «liberales» incluyeron la selección de gobernantes cultos y capaces para la isla de Cuba. Llegaron aquellos capitanes generales dispuestos a fomentar la producción agrícola, la cultura, y a darle mayores libertades comerciales a Cuba.

Al marcharse los ingleses, llegó a la Habana, para encargarse de la capitanía general, Ambrosio Funes Villalpando, Conde de Ricla. Su gobierno llevó a cabo numerosas edificaciones militares; reconstruyó el Morro, y la Cabaña, además levantó el castillo de Atarés y un nuevo astillero para fabricar barcos. En el plano comercial Rilca le quitó el
monopolio de importación y exportación a la Real Compañía de Comercio de la Habana, y permitió a los criollos continuar comerciando con las Trece Colonias, como en los tiempos de la Cuba Inglesa.
Al finalizar Ricla su gobierno en 1765, tomó el mando de la Isla Antonio María Bucarely, quien agregó una nueva edificación militar a la Habana, el castillo del Príncipe. Otra repercusión de este gobernador para la ciudad fue la expulsión de los Jesuitas quienes habían establecido una escuela en La Habana con mucha influencia sobre los hijos de sus habitantes más acaudalados. La Compañía de Jesús se oponía a las reformas de Carlos III y este decidió echarla de las colonias españolas.

Pero de todos estos gobernantes ilustrados, quizás sea Felipe Fonsdeviela, marqués de la Torre, el que mejor haya dejado marcada la ciudad desde el punto de vista arquitectónico. Sus obras públicas, de carácter civil, le dieron una belleza particular a nuestra capital, belleza que no se ha extinguido con el tiempo. A él se debe el primer paseo público; la Alameda de Paula, el edificó nuestro primer teatro e inició la construcción de la hermosa casa de los Capitanes Generales, dejando en proyecto el no menos bello parque que se encuentra frente a ese edificio; la Plaza de Armas. ¿Qué habanero no se ha sentado allí a tomar un poco de fresco y a disfrutar de su vieja ciudad?

No cabe duda de que el siglo XVIII fue de oro para la Habana, sobre todo después de la conquista inglesa. En el plano de la enseñanza vio surgir importantes centros docentes como; la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo (1728), y el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio (1773). En 1793 apareció la Real Sociedad patriótica quien auspició la primera biblioteca pública de La Habana. de los 1,402 volúmenes con los que contó inicialmente dicha biblioteca, la Sociedad Patriótica sólo había comprado 77, el resto lo donó otro memorable gobernador ilustrado, Don Luis de las Casas.

Para cerrar estas indagaciones habaneras, nos referiremos a dos importantes órganos de difusión informativa y cultural: los primeros periódicos de la ciudad, que fueron además los primeros de la isla. Uno de ellos se llamó precisamente la Gaceta de la Habana, y se realizaba en la Imprenta de la Capitanía General desde 1782. La otra publicación fue el Papel Periódico, cuyo primer número salió a la luz el 24 de octubre de 1790, con una publicación semanal. En la segunda participaron como redactores, entre otras figuras útiles; el humanista Don José Agustín Caballero y el naturalista Don Tomas Romay. El trabajo de estos intelectuales cubanos fue gratuito, y resulta ejemplo de amor desinteresado por el progreso de una fabulosa ciudad llamada la Habana y el de sus no menos maravillosos habitantes.

Fuentes
José Martín Félix de Arrate, Llave del Nuevo Mundo, Antemural de las Indias Occidentales. Comisión Nacional Cubana de la Unesco, La Habana 1964
Hortensia Pichardo, Documentos Para La Historia de Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1977
José Antonio Saco, Papeles Sobre Cuba. Tomos 1y2. Dirección General de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana 1960.
Ignacio de Urrutia y Montoya, Teatro Histórico, Jurídico Y Político Militar de la Isla Fernandina de Cuba y Principalmente de su Capital. Comisión Nacional Cubana de la Unesco, La Habana 1963
Sergio Aguirre. Historia de Cuba, editora Pedagógica, la Habana, 1966.
Enrique Sainz, Ensayos Críticos, UNEAC, La Habana, 1989
Manuel Moreno Fraginals, Cuba/ España, España Cuba, Historia Común, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995

Deja un comentario